Y… ¿Cómo llamamos a esta ruta? Un viaje al pasado a través de los topónimos.
Cada vez que decidimos incluir una nueva ruta en nuestro calendario de actividades nos asalta la misma duda: Y… ¿cómo la llamamos? La mayor parte de las veces nos resulta fácil, bien porque se asciende a una cumbre o se recorre un monte determinado, o bien porque existe algún elemento singular que la representa claramente. Pero en otros casos no es tan fácil, y es entonces cuando solemos recurrir al mapa en busca de algún topónimo que aparezca a lo largo del recorrido y que nos ilumine un poco. Así, a la búsqueda de un topónimo, es como comenzó este interesante viaje, que terminó con un maravilloso descubrimiento.
Y es que los topónimos son mucho más que una simple etiqueta; son baúles repletos de información territorial, lingüística e histórica que forman parte del patrimonio cultural de cada pueblo. Nos hablan del uso del territorio, de la relación del hombre con el medio y de la necesidad que el ser humano tiene de nombrar cada zona, por pequeña que sea, para poder referirse a ella, situándola de forma precisa en el espacio. El conocimiento de la toponimia menor, de los nombres de cada pequeño lugar, constituye parte fundamental del léxico que manejan a diario en cada pueblo y que solo los vecinos conocen bien. Les vale con una o dos indicaciones para situar de forma precisa un sitio en el territorio y sin embargo, cuando acudes a un pueblo y quieres explicar a un lugareño qué parte del monte has recorrido, tienes que sudar la gota gorda para hacerte entender: necesitas muchas más palabras y, aun así, siempre te quedas con la duda de si ambos hablabais del mismo lugar. Es en esos casos en los que se comprueba claramente cómo los topónimos constituyen una parte fundamental de la identidad del territorio; cómo, sin duda alguna, forman parte del valioso patrimonio de los pueblos y de sus habitantes.
Nuestro punto de partida era el topónimo “Rontón de la madera”. Nos pareció un nombre curioso; era sonoro y atractivo, así que, dejando las pesquisas sobre su origen para más adelante, decidimos denominar así a esa ruta: “El rontón de la madera”. Transcurridos unos días, empezamos a hacernos preguntas. Suena muy bien, sí, pero ¿qué demonios es un “rontón”? Como no encontramos significado alguno para esa palabra en los diccionarios, volvimos a echar mano de los mapas, comprobando el topónimo en diferentes ediciones, y fue así como dimos con la primera clave: en la edición de 1987 (ver mapa) el topónimo aparece como “Pontón de la madera”. Observando el mapa con más detalle, descubrimos dónde estaba el germen de la confusión entre “Pontón” y “Rontón”: la línea azul del río, al surcar la P de “Pontón”, le había dibujado un rabillo, convirtiendo la P en una R. ¡Qué curioso! ¡Qué caprichoso, el río Cubo! Este hecho casual propició que, en la siguiente edición del Mapa Topográfico Nacional, apareciera la palabra “Rontón” en lugar de “Pontón” y que, edición tras edición, se fuera asentando y perpetuando ese error de transcripción.
Descartado “rontón”, nos centramos en averiguar qué era exactamente un pontón… ¿Quizás un puente grande…? Esta parte fue más fácil, pues el diccionario de la RAE nos ofrece la clave en su tercera acepción (pontón. m. Puente formado de maderos o de una sola tabla). Eso nos encajaba perfectamente, ya que aún se conserva ese puente, formado por maderos, justo en el punto en el que indica el mapa. Ya lo teníamos, o eso creíamos, estábamos ante el “pontón de la madera”, pero lo mejor estaba aún por llegar. Entusiasmadas con el descubrimiento, decidimos sacarle punta a la parte del topónimo que a priori parecía entrañar menos misterio “de la madera”. ¿Por qué “pontón de la madera” y no, “pontón de madera”?, ¿Sería otro error o es que nos estábamos dejando llevar por la emoción del descubrimiento y ya queríamos ver más de lo que en realidad había? Nos quedaba la prueba definitiva: preguntar a los vecinos, saber cómo lo llamaban ellos. Y así lo hicimos, pensando que su respuesta iba a ser evidente: ¿es “pontón de madera”, verdad? —preguntamos—. ¡Pues no! Resulta que lo conocían como “Pontón de la maderá”. ¡Sí!, ¡maderá! Cuando parecía que ya lo teníamos resuelto, se puso más interesante aún, ya que descubrimos que “maderá” no hace referencia a un material, sino a un evento: la maderada (cuya forma reducida es “maderá”, como “majá” lo es de majada o “pasá” de pasada). La maderada es una forma de transporte fluvial para la conducción de los troncos procedentes de las talas. Dadas las características del valle que forma el río Cubo, bastante encajado y abrupto, todo parecía apuntar a que, efectivamente, lo más probable es que ese topónimo que aún conservan los vecinos del lugar (con su acento en la “a”, y no sin él, como aparece en el Mapa Topográfico Nacional) estuviese dando cuenta de una actividad que se desarrolló en aquellos valles mucho tiempo atrás.
¡Pues ya lo teníamos! ¡Ahora sí! “Pontón de la maderá” era el nombre correcto. Rápidamente pudimos corregirlo y evitar difundir así un topónimo que no existe y que, además, no tenía ningún sentido. Corregir ese error no solo evitó que se perpetuase un error topográfico, sino, mucho más importante, que se perdiese un trocito de historia y, con ello, una parte del patrimonio cultural de ese lugar.
Para nosotras fue emocionante descubrir cómo la elección al azar de un topónimo nos condujo a descubrir la actividad que se desarrolló años atrás en aquel lugar. Os invitamos a conocer con nosotras el Pontón de la Maderá. Os aseguramos que el viaje será doble: no solo recorreremos el espectacular valle que forma el río Cubo, uno de los más bellos de Liébana, sino que, además, nos detendremos sobre el Pontón de la Maderá para, gracias a los tesoros que guarda la toponímia, asomarnos al pasado y contemplar cómo bajan los troncos, veloces, río abajo.
Equipo de guías de la Casa de la Naturaleza de Pesaguero